mardi 12 août 2014

Planetario: una historia de ciencia ficción

Tic, tac, tic, tac...

A pesar del paso de los siglos, el reloj de pared de la casa de Arturo seguía siendo el mismo dispositivo rudimentario de sus abuelos. Ese día, él lo seguía con paciencia en su danza monótona . Atrás iba quedando el pesado fardo de nostalgias que habían marcado sus decisiones anteriores. Primero fue aquella sorda adolescencia en la que prefería refugiarse en las historias de gestas sociales ajenas: revolución francesa, revolución cubana, socialismo del siglo XXI. Todo narrado en libros impresos comparables a papiros caducos que ya nadie leía, con excepción de nostálgicos en vías de extinción como él.

El último libro impreso databa de 228.37 años atrás y cerró, definitivamente, la era del papel para darle paso a las versátiles láminas digitales cuya memoria cuántica era suficiente para almacenar todo el conocimiento humano acumulado desde los albores de la historia. Sin embargo, Arturo prefería los viejos libros herencia de su familia. Aquellos cuyas páginas costaba trabajo separar y lo forzaban a humedecerse la punta de los dedos para poder descubrir los peligros que le esperaban a los exploradores de otras épocas y cuyos viajes interocéanicos maravillaron una vez a la humanidad.

El mundo se había por fin convertido en una heterogénea aldea global que se podía recorrer en cuestión de minutos. Las fronteras de los sueños se habían movido. Arturo recordaba a sus parientes que habitaban Marte. Las primeras colonias marcianas lograron soportar el vacío sentimiento de la lejanía de sus congéneres terrícolas y, después de varias generaciones, el planeta rojo se encendió con las verdes pasturas y enormes árboles importados del vecino planeta azul. El agua fue llevada desde cometas robados al cinturón de asteroides y que ahora orbitaban Marte a voluntad de los ingenieros terrícolas. Cuando Arturo leía las historias de ciencia ficción de los siglos XIX y XX sobre marcianos verdes y ojos protuberantes, no podía evitar reírse imaginando que sus parientes se habían transformado en seres semejantes.

Arturo leía con voraz interés los relatos míticos de pueblos arrasados por huracanes cataclísmicos y familias condenadas a cien años de soledad. Todos, relatos de un mítico escritor nacido en una Colombia extinta en la cual primaba la ya ahora olvidada ambición de poseer, dominar y mandar por vías de sangre. Arturo leía no sólo aquellas novelas, sino las historias de la época y en su silencio imaginaba y se asqueaba de aquella violencia. Sin embargo, anhelaba haber nacido en esos tiempos turbulentos y haber participado en la transformación definitiva de aquella sociedad en una nación progresista que luego daría a luz algunas de las mentes más brillantes de la humanidad.

Hoy, Arturo dibujaba una sonrisa con las cenizas de aquel período de su vida. El arcaico reloj dio la hora. Y él, en su uniforme, se dirigió al teletransportador. Segundos después se encontraba reunido con sus colegas astronautas. Arturo celebraba aquel día sus 143 años. Estaba en la plenitud de su forma física y era hora de embarcarse en la más grande aventura de su vida. Arturo hacía parte de la tripulación escogida por la federación terrestre para visitar el primer exoplaneta con vida comprobada. Lo bautizaron Exobio-I y había sido descubierto dos siglos antes, pero sólo hasta ahora, en 2463, se había podido desarrollar la tecnología necesaria para construir una nave espacial capaz de navegar desde nuestro brazo de la vía láctea hacia otro más cercano al centro mismo de la galaxia.

Nadie sabía a ciencia cierta lo que encontrarían en aquel planeta que orbitaba dos soles. En su mente, Arturo volvió a recorrer las páginas de sus libros favoritos y tuvo la certeza que Exobio-I sería, en esencia, una imagen en el espejo de aquella mítica aldea de huevos prehistóricos que tantas veces recorrió en los delirios nostálgicos de su adolescencia; un Macondo interestelar por descubrir. El reloj de su casa marcó las doce; un vallenato sonó en lugar del tic tac.

En twitter: @vigabalme



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